ÁRBOLES

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TEXTO EXPOSICIÓN “ÁRBOLES”

Un torso masculino me acompaña desde hace muchos años en mis sucesivas viviendas: se le ve desnudo del ombligo a la mitad de la nariz, una mueca tuerce sus labios y está cruzado de brazos como si algo esperara recargado contra el muro oscuro que me da por suponer que es el fondo, cargado hacia el costado izquierdo de la composición. Me he mudado varias veces, y en mi habitación ese grabado ha colgado y cuelga hasta la fecha, convertido ya en un íntimo retrato mío, o sea de mí, de mi persona.

Lo digo quizás con ligereza, pero no cualquier imagen es capaz de suscitar que alguien deposite en ella tanta carga auto-refrencial. Cuando pasa esto, con los años, o debido a la cercanía física, como por ósmosis, la imagen en cuestión es capaz de hacer vibrar de manera única en esa persona ciertas fibras espirituales, casi imperceptibles, en su misma frecuencia; y en esta empatía vibracional (aventuro), que a la vez es una simpatía espiritual, es donde se abre la posibilidad de alojar simbologías perosnales en una particular imagen. Es lo que me ocurre con este torso. Desde una perspectiva menos romántica, más cientificista, esto se podría interpretar también, acaso, como una recondita generación de series, de sinapsis e interconexiones neuronales, cuya manifestación o efecto escapa a los conceptos, a las definiciones, a las palabras, y cuando más se manifiesta en un inaudible suspiro que deja en el paladar ese peculiar sabor a tiempo.

Ahora que me encuentro rodeado por un bosque de árboles-personas, o en medio de una selva de sugerencias sagaces que la magia de un dibujo aplicado con arte ha concebido, o en una arboleada de fragmentos o de sintesis fantasmales donde sólo lo primordial de las figuras destaca, me siento a contemplar, me siento a mi mismo contemplando, me veo a mi mismo preguntándome acerca del estar en el mundo, jugueteando con la idea, no sé por qué, de que al final de la vida lo único que nos llevamos es una larga cadena de imágenes mentales henchidas de sensaciones. Pienso que algunas imágenes se atesoran, contra todos los cánones del desapego; pienso en el grabado de un torso masculino que cuelga de mi habitación hace ya no sé cuánto (apenas anoche me interrogaba incisivo con la mirada, después su medio rostro desprovisto de ojos), y vanamente me congratulo, por lo infrecuente, de que sea una de las escasas imágenes masculinas que han surgido de la mano de Sandra Pani. Hubo otros hombres, aunque no muchos, en la obra de Sandra; yo sé de los de su pintura en el primer lustro de los noventa, pero todos, al parecer, se desvanecieron.

Hubo efectivamente un cambio bastante drástico en su producción en determinado momento de esa década, y la figura masculina no fué lo unico que se ausentó de su trabajo a partir de entonces. Fue cuando surgieron las primeras figuras fragmentadas y los polípticos, y cuando empezó a predominar el blanco por todas partes. Creo que este giro obedeció a un intenso proceso de depuración que Sandra llevó a cabo eventualmente para consolidar su estilo y definir sus preocupaciones plásticas y estéticas: el punto al que no todos los artistas jóvenes llegan algún día para brincar a la madurez en su oficio. Y esa madurez (¿o cómo nombrar esa instancia de auto-conocimiento que sólo se alcanza luego de años de trabajo y de búsqueda?): ese dominio del pulso y del impulso, esa claridad o intuición certera en cuanto al qué y el por qué, el cómo y el por dónde, se gestó entonces en una inversión de perspectivas: de la expresión a la introspeciión.

Para explicarme (puesto que mi intención es trazar una carta de referencias que nos permita ubicarnos en el bosque de estos cuadros), o sea para entender este bosque, necesito recurrir a otro recuerdo añejo: una exposición en el Salón de la Plástica Mexicana, cuando me iniciaba yo en el asunto de escribir sobre pintura. Algo que llamó mi atención de inmediato al conocer ese día a la autora de tantos buenos cuadros, a parte de su magniifca cabellera dorada, los ojos celestese inquietos, su elegancia, fue el contraste entre la complexión, delgada, delicada, de ella, y las imágenes que me ofrecían sus lienzos, un gineceo ya desde entonces: eran mujeres monumentales, corpulentas, parecían diosas de la fertilidad con esos vientres abultados, con esas generosas y cargadas tetas, casi lácteas: mujeres telúricas, pletoricas, rotundas como la madre primigenia del género humano. Fueron logradas con un gesto más bien expresionista, con sombras rojas y trazos escarlatas y pinceladas amarillas y frecuentes altos contrastes en los claros y oscuros. En tantas curvas femeninas era posible entrever un especial cuidado de los vólumenes; el enfasis, sin embargo, recaía, casi invariablemente en los vientres, en la maquinaria maternal. Al mismo tiempo, majas o Gracias, las mujeres carecían de caras, pues en sentido estricto la preocupación de los cuadros era pictórica: color sobre superficie, ilusiones de formas, sensaciones de figuras.

Fue como si esas presencias patentes, contundentes, abarcantes del lienzo, se hubiesen transmutado un día en rastros, en simples huellas de la presencia: un paso dado del color al blanco y negro, del analísis a la síntesis, de la persecución, del grito al silencio interrumpido apenas por murmullos óleos, por el suspiro de una hoja al separarse de la rama. De pronto se me ocurre que la artista eligió un camino casi religioso. Por lo menos asceta. Su atención se volcó hacia el dibujo, estructura medular de toda figuración plástica. Y a partir de ahí, de su estudio profundo, de la búsqueda meditada de su esencia, su obra se volvió un trayecto, un seguimiento de la huella de una línea en las ambiguas fronteras entre el dibujo y la pintura, pintando a veces con el lápiz, dibujando en ocasiones con el pincel. Y la ruta fue el cuerpo.

Aparecieron entonces fragmentos de la anatomía, y con ellos un imaginario reflexivo acerca de la fragilidad y el origen de la vida: una Memoria del Cuerpo, como ella misma lo llamó. Pero una memoria casi como un texto, como un recordatorio: Somos partes integradas. Considremos el cuello, la columna, la clavícula, las costillas, nuestras piernas. Tráqueas troncales y brazos ramas. Pulmones, agujeros, flores. Unos cuantos trazos enfatizan la parte; el resto del cuerpo, la carne que circunda, se adivina en contornos convertidos en minimales manchas: sombras claras contra fondo claro, a la vez presentes e invisibles, por medio de una compleja simplicidad capaz de mantener embelezada la mirada. O bien: borrones que se difuminan, variaciones en la intensidad de la aplicación del óleo o el gráfito, trazos que parecen azarosos o zen, estructuras etéreas, asombrosas sugerencias de cuerpos.

Pero los dibujos, las pinturas, la sofisticación técnica, el proceso depurativo o sintético, la limpieza de la factura de cada pieza, que son elementos de una continua, enfática investigación de la percepción visual, son y no dejan de ser, exploraciones del cuerpo: cada imagen de Sandra Pani es un acercamiento a un algo humano indócil, acaso a una barrera invisible: una muralla de no-palabras, la ansiedad de un yo que se ve encerrado en un cuerpo y busca conocerlo con la esperanza de entenderse en el mundo, de confirmarse. Sin embargo, la visión de lo corporal aquí contenida no es fácil de asir. No se trata de una reflexión explícita acerca del uso o la función del cuerpo, de su contexto; tampoco se refiere al deterioro por el paso de los años y de la historia; no es el envejecimiento de la ingenuidad, ni un deslinde moral; no la carnalidad, no el humano animal amatorio; tampoco el deleite o el morbo ante las secreciones, aunque de pronto se haya insinuado un filo menstrual en una roja flor abierta. A lo largo de los años, el temperamento de sus cuadros, de su creación, vuelve sobre sí mismo, como las mareas, como las estaciones, como la persecuciíon de un ideal. La artista nos muestra un catálogo de lo que la obsesiona, pero cada serie es un nuevo ensayo: no un círculo, sino una espiral donde la depuración se supera. En torno a la repetición, retos más profundos se plantean y se resuelven. Los trazos: cada vez más sutiles y controlados, cada vez más cerca de la evanescencia.

De modo que el bosque que ahora nos rodea no nació ayer. Sandra ha mostrado siempre cierta predilección por los formatos verticales exagerados. La vertical implica drama: el bípedo erguido se contrapone al horizonte. Cultura versus natura. Somos árboles en la medida que nuestras plantas tocan la tierra y nuestras cabezas buscan el cielo. Así, el cuerpo es un árbol y el tronco es un tronco. Varias veces a lo largo de su obra, estos cuerpos-árboles han tomado forma de tótem, en dimensiones incluso superiores a tres metros de altura por poco más de medio metro de ancho. El tótem nos protege con su carácter sobrenatural. Un tótem es un árbol protector labrado con símbolos; un cuerpo es un tótem desprotegido tallado de indicios. Pero (ya lo dijo Freud): Tótem implica tabú.

Deambulo entonces entre los cuadros de Sandra Pani como perdido en un bosque inquietante, encantado. Al igual que los árboles, las pinturas y dibujos podrían no tener titulo ni especie, y aún asi seguirian siendo ellos mismos, autosuficientes. Sandra pinta un cuerpo de mujer y como pretexto le pone autorretrato; pinta un árbol que es una mujer y como pretexto le pone tótem. Exploro con palabras los contornos de estos árboles, palpo con los dedos ciegos de las letras que ordeno imaginando que me significan algo, que soy capaz de transmitir algo objetivo, de referir un objeto, un fenomeno fijo en un papel o en un lienzo; es decir, la referencia a un referente, y no la proyección de las sensaciones que imagino sentir con el lenguaje, cuya fantasía interpreto, cuya interpretación fantaseo. Este bosque es un enigma.

¿Por qué todos los árboles son femeninos? Aguzo el oido, me acerco a los cuadros e intento escuchar qué es lo que dicen las mujeres de Sandra Pani, entender eso que han hablado siempre desde sus mudas síntesis.

El bosque me inquieta porque yo tampoco sé qué es esto que me envuelve, me inquieta porque también tengo sensaciones que no puedo nombrar, un cuerpo del cual desconozco los límites; me inquieta esa sombra que se hace evidente en la entrepierna de los árboles. Imagino que algo similar debió sentir Acteón, el cazador, cuando en cierto pasaje penetra con sus perros en un bosque persiguiendo a un ciervo; en un arroyo, Acteón se encuentra a la diosa Artemisa, que ahi tomaba un baño desnuda. Al verse profanada con la mirada, la deidad convierte al cazador en ciervo y su propios perros le dan caza y una muerte cruel. Tótem y tabú.

Esto nos remite a otra lectura de algo que en sí es evidente, pero se mimetiza con el follaje. Algo como no ver el árbol por estar mirando el bosque. Los cuerpos, son cuerpos desnudos. Sesudos problemas plásticos, seguro; pero es sensible la sensualidad que emanan, o mas propiamente: que transpiran. Pueden nombrarse autorretrato, o mujer o Eva; sin embargo...Sin embargo, esa inquietud. Sin duda hay algo mas allá de la inmediata dualidad platónica entre el objeto real y el ideal, entre la cosa y su representación, algo como una aura que desarma fenomenologías y hermenéuticas. Algo como la serenidad de una musa que se contempla a si misma, ajena, mientras piensa en sesudos problemas plásticos, y al hacerlo, se muestra.

Como sin quererlo, este sendero nos ha conducido a un misterioso erotismo, velado de elegancia, casi volátil. Se lo que veo: se que son cuadros con trazos oscuros y manchas de tonos claros y luminosos contra fondos blancos, casi blancos, a veces, como en un políptico, salpicados de carmín o del color de la sangre. Veo, igual que todos vemos, representaciones de brazos colgantes que proyectan sombras o pequeñas ramas o raíces; troncos cruzados de costillajes; follajes que se abren; anatomías arborícolas. Sin embargo, esa inquietud. De pronto deliro: creo perder el sentido o errarlo; es una posesión. En todo bosque indómito habitan númenes que trastocan el sentido de las cosas. igual que en esas pruebas psicométricas donde se muestran manchas y uno debe decir lo primero que se le ocurra, irrefrenables emociones afloran y no lo puedo evitar. De pronto en estos cuadros veo por todos lados genitalia femenina: grietas, rajas, hendiduras verticales, veo en los follajes florestas del monte de Venus, en las flores abiertas flores. El espíritu del bosque me tiene obnubilado, lo sé; estoy consciente de que solo se trata de rasgos de sombras contra mi mente en blanco. Podría seguirme hablando de las flores, que solo son flores rojas o de los tallos que son eso, y no contornos de flores y de las piernas que les dan forma, pero desde uno de los módulos del políptico una palma extendida hacía mi me sugiere que me detenga.

Quizás desde un principio debí haber mencionado el políptico. Las permutaciones de sus veinte módulos permiten trazar la mejor cartografía para hallarnos en el bosque de cuadros que nos congrega. Dispóngalos el lector, el espectador, a voluntad: el posible acomodo de las piezas tiende al infinito. Sin embargo, no importa como se resuelva, siempre será un mapa de esta exhibición, un compendio. -ubicamos aquí referencias a tópicos recurrentes en la obra de Sandra, como lo ha sido asilar las partes del cuerpo: por ejemplo la mencionada mano; lo que parece una lengua que busca escapar de su boca; unos labios; un par de estructuras globulares que nos remiten a los pulmones que recordamos de otras instancias. Estos módulos se intercalan con referencias a los cuadros y dibujos de formatos grandes que constituyen esta compilación, como si fueran un esquema que hubo de sacudirlos tal vez por el viento, tal vez por el tiempo, o bien los mismos trazos pero cruzados por segmentos horizontales que sugieren el enramado de unas costillas; alusiones a flores, salpicadas con el color rojo quemado que marca los acentos a lo largo de nuestro recorrido.

En las pinturas, los trazos estructurales aparentan simplicidad, desenfado. Pero lo que hace que la mirada no se aparte de ahí es un entramado sutil, y a la vez complicado, de técnica pictórica. El ojo atento del espectador podrá descubrir, si no el procedimiento, si sus rastros, como lo son varias capas de pintura, los cimientos dibujísticos que se borran, o se dejan velados, o se superponen, las leves diferencias tonales en el manejo abstraccionista-lírico de los fondos, las costras de óleo mas denso que proporcionan una textura particular a las zonas medulares de los cuadros. Entonces bajo la cáscara que parecía mera introspección auto- contemplativa se revela una solida base de metodología y trabajo, concentrados en torno al problema concreto de la síntesis de la forma y la exploración de factibles soluciones poéticas.

La mimesis del cuerpo en árbol o del árbol en cuerpo es mas explícita en los dibujos, en especial en los de gran formato. Las variantes se aproximan más ya a una persona, ya a un vegetal leñoso, pero en cada caso se ofrece una alternativa distinta de modo de sintetizar, como señalando posibles rutas explorables. Estas variaciones abarcan desde un trazo definido de los contornos de la figura, con una actitud un tanto más naturalista en el dibujo hasta manchas obscuras con distintos difuminados que conciertan una idea de volumen, o bien trazos-manchas dispersos para componer partes aisladas de un cuerpo que se integran visualmente a pesar de la interrupción de los contornos. La directriz es casi siempre una línea vertical, que a veces desemboca en raíces, y los elementos de dibujo se van (literalmente) incorporando en torno a esa referencia troncal. Es notable que ante tanta abstracción, las figuras contengan asimismo tanto movimiento. A lo largo de toda la muestra, solamente uno de estos dibujos de gran formato presenta una pareja aunque mas bien se trata de un solo personaje dual: dos partes de piernas con las plantas hacia lo alto se funden en el tronco al zambullirse en una concavidad. Es un transplante, es un implante, es una penetración: la semilla de futuro que se introduce en tierra fértil, cuyo fruto genera el milagro de la vida, el enigma del principio de dualidad que la hace posible.

Regresamos así de nuevo al lugar donde comenzamos, de donde no nos hemos movido. Pero en cierto modo somos otros al concluir este paseo o encantamiento por el bosque de Sandra Pani. árboles o mujeres, autorretratos o flores: nos ubicamos en un confín enramado, y nuevas semillas de sensaciones germinan por dentro. Los cuerpos somos árboles genealógicos, las personas echamos raíces, al estirarnos lanzamos ramas, dejamos descendencia, obra, el rastro de nuestra sombra cuando estuvimos aquí. Las personas somos árboles, con las raíces firmemente plantadas en el día de nuestro nacimiento, y buscamos con la cabeza las nubes.

Todos somos bosque.

Por Gonzalo Vélez
El misterio de la transformación: Espíritu, huesos y ramas.


Cuando pinto, siento una gran necesidad de ir al interior de mí misma, de salirme de lo mundano hacia el mundo interno, para encontrar las profundidades de la identidad. Los huesos simbolizan la necesidad interna de llegar a la esencia y no dejarme distraer con la apariencia. Voy más allá de lo aparente para llegar a la esencia, al cuerpo, a mi cuerpo, al cuerpo de todos.

Entre más íntima y auténtica, más universal se vuelve la creación artística.

En la transformación del cuerpo en árbol, experimento la necesidad de regresar a la naturaleza, de volver al estado primigenio; la necesidad de re-ligare con el origen.

En mis cuadros -auténticas imágenes psicográficas, como les llama el poeta Alberto Blanco- empleo múltiples capas de pintura, veladuras, como vetas de nuestra conciencia, que -lejos de ir acumulando elementos- depuran, limpian y disuelven los elementos superfluos para llegar a los huesos y develar la esencia. Velo para develar. Así emana el campo de luz que envuelve a estas sólidas y a la vez delicadas formas.

Por Sandra Pani